Mi reino por un editor

No era sólo cuestión de pujar, pujar, respirar y seguir pujando, sino de saber cómo. Era el inicio de los cierres por la pandemia, del trabajo desde casa, de ponerle candado al taller de escultura y las ferias de arte. Por más de un mes, el grupo de escritores sólo nos leíamos por guatsap, y de la novela —para otros eran los cuentos— ya no había avance. Y es que uno se acostumbra a esa inmediatez de los comentarios y críticas, recomendaciones y correcciones que se dan en un taller de dos horas a la semana entre escritores y con el que planeaba terminar una novela ese año o el siguiente. Pues no, mi ciela; comenzamos a empujar el proyecto a solas y a ciegas, como embriones en la oscuridad de un vientre.

Luego encontré la convocatoria para participar en un concurso mundial de escritura y, por ser quien lo propuso, me tocó ser el organizador del grupo. Y como quien no tiene nada más qué hacer, inventamos una rutina diaria de escribir, subir a la nube cibernética el texto, hacer comentarios en tiempo real, ponernos límites y consignas, elevar la adrenalina y producir, si no en masa ni en serie, sí a marchas forzadas. Lo mejor, sin embargo, no parecía ser nada más el escribir algo y compartirlo, sino la habilidad de crecer como escritor, redactor, pensador de la psicología humana y artista del lenguaje porque, metiéndonos a los textos ajenos y en los caminos literarios de los otros, nos convertimos en editores colectivos, en doulas, parteros, matrones de la creatividad del grupo.

Matrones a la obra

La palabra editor proviene del latín edere que significa sacar a la luz, parir, hacer nacer. Habrá que entender esto como la mayéutica socrática: por medio de preguntas, cuestionamientos y desacomodos de la pereza mental, desmenuzar la idea y traer al mundo lo que tiene que nacer: el texto literario único, original y trascendente.

Ah, entonces, en esa sala de parto colectivo se crean nuevos textos, historias y sus expresiones, a un nivel mayor, porque entre diez cerebros se construye una mejor percepción del enigma humano y sus posibles respuestas. Ya no es nomás sacar un texto de cuatro o cinco cuartillas, sino una manifestación convincente de la experiencia humana; si no, siempre habrá quien te diga «no me lo creo», «no me convence». Lo que tiene que nacer es un texto viviente, verosímil. La redacción se convierte en parto.

Dice el escritor Gabriel Zaid en un artículo en la revista Letras Libres que «¿Hay una creatividad editorial, propiamente dicha? Por supuesto que sí. Es una creatividad que estimula la creatividad de los demás». Así es, no se trata nomás de animarnos, de pujar y pujar, sino de llevarnos a un nivel mayor de descubrimiento sobre quiénes somos como creadores, como seres humanos que reconocen «lo que está pidiendo nacer: los temas y tratamientos inéditos, las visiones, cuestiones, recuerdos, fantasías, cuya libertad nos contagia, nos aviva, nos saca de la inercia», porque así como lo estábamos haciendo antes, a ciegas y a solas, por más que uno puja, no sabe, necesariamente, hacia dónde y cómo.

Así, con una mezcla de casualidad y enjundia, terminamos por parir un club de editores. («¡Mira, mamá, ya soy editor!»). Si bien nos duró poco el ensamble, nos dejó una inquietud permanente por igualar ese nivel y cantidad de producción, corrección, crecimiento. El susto de la pandemia —al menos el inicial, el de la incertidumbre completa— quedó atrás, pero sus efectos —los buenos, también— han permanecido. Yo tengo tres encuentros virtuales por semana entre narrativa, poesía y edición colectiva, y varios de mis compañeros también siguen una cantidad similar de partos creativos, ajenos y propios.

No he tenido que entregar mi reino a cambio de esto, sino cooperar en especie e igualdad con la búsqueda que cada quien tiene por crecer como escritor. La generosidad nos extiende el camino, las oportunidades, las posibilidades. Nos hemos convertido en editores acompañantes, con menos miedo a la crítica, a la experimentación, a salir de la zona cómoda de nuestras historia de siempre; en fin, con menos miedo al dolor del parto.

Heriberto Vizcarra